Recorrido por la memoria de los huesos
por Daniela Rodi
Caminar por las calles de tierra es un lujo. Cuando camino no me hago preguntas, nada más camino. Inicio la marcha siguiendo un hilo oro que se transforma en árbol, que recorre la distancia entre la inmensidad de la tierra y mi hogar. Voy al encuentro, aunque sepa que nada ni nadie aguarda. El rumor de la arena suelta al desmoronarse bajo mis pies: mi infancia, los retratos, los recuerdos, los fragmentos… siempre que me pienso en esta imagen el camino desaparece mientras lo digo, el paisaje se petrifica y descubro que el viento se ha dibujado en mis párpados y con él esta la tarde, los pájaros y mi regreso.
Sospecho que no soy la única que viaja por los senderos somnolientos de los huesos, que muchos otros escarban buscando respuestas. Imagino que somos legión quienes leemos bajo las tachaduras del tiempo e insistimos al borde del paisaje intentando ser llave de su lado invisible. Por lo pronto puedo afirmar que al menos tres han cruzado esa frontera descifrando el lenguaje que mora en sus cuerpos, transmutando en imágenes las palabras mudas.
En la blancura errante de la mañana residen las huellas de una mujer que se vuelve agua. Dicen que ha estado sola y que no le ha sido fácil volver. Las semillas, los peces, las flores y los insectos la han visto asegurar su retorno con resplandecientes migas de silencio. Dini Calderón detiene su éxodo por debajo de la arena, ultima la búsqueda del secreto que se esconde en los colores de las piedras y planta cuchillos sobre la tierra muerta. Puedo ver el paisaje atrapado en su piel, hay raíces murmurando en su sangre, hay abrojos y rosetas, hay verde y azules hay cardos... un horizonte agonizando en la vertical de su cuerpo se vuelve hueco, se vuelve línea y desde allí ella habla.
El regreso a este lado de Rolando González Medina está colmado de un aire respirado hasta el agotamiento. Sus viajes subterráneos quedan germinando en su garganta y desde allí, desde dentro de las palabras a punto de ser gritadas el paisaje es expulsado. Si lo escucho hablar, el eco de la espesura y el desconcierto se manifiestan, son ceremonia logrando atrapar en un sonido el destino de sus imágenes. Camina sobre sus pasos una y otra vez con la furia del hambre, trocando su aliento por migajas de un amanecer que no llega, de una noche agónica en dónde deambula. Voy a su encuentro y ahí está inmóvil: ostentando sus laureles; su plato rebalsado de tierra, de selva, de sudor.
Alguien avanza en el viento desatando los nudos que retienen la inocencia del otoño. Confrontando implacable al dios inasible que es maldición y es vida. Hay en sus ojos abiertos un paisaje mordaz que se escapa detrás del humo azulado de alguna cocina, del zumbar de la tarde, del sabor de la lluvia en los labios resecos. Es Adrián Pandolfo, su andar empañando la niebla, que atrapa en estampas de papel de estepa al día y la noche.
Desde este límite de barro, que borra sus pasos observo la historia que se cuenta en la planta de sus pies. Un dibujo infinito subiendo por sus piernas relata una batalla. No hay vencidos aquí… hay un pacto, un acuerdo. En la herida de su carne reside el viento que morirá en la sal que se funde en su mano para que pueda la tinta volver a parirlo.
Los he escuchado hablar, sus cuerpos han escrito poesía, han gritado y han contado de las fronteras del paisaje. Calderón, González Medina y Pandolfo han invocado, convocado y evocado a la propia memoria de sus huesos con cada incisión en sus obras transformando la imagen en un lugar, una morada. He visto muchos grabados en mi vida, pero nunca los había visitado.