Aquí puedes encontrar ese tema que te estaba faltando

Búsqueda personalizada

Encuentro en el ocaso - Un cuento de Germán Queirolo Tarino


Hace muchos años en otra vida, por un impulso que aún no acierto a decidir si enmarcar en la vanidad o el miedo, le arruiné la vida.

El era unos quince años más joven que yo y me disputaba con imberbe tenacidad, mi lugar privilegiado en aquellas tertulias literarias que nos parecían entonces tan importantes, a las que hoy ya nadie recuerda.

Los medios académicos lo mencionaban como un niño prodigio, como un enfant terrible de la literatura del que podían esperarse brillantes obras, incluso era posible, se decía, que accediera alguna vez a laureles extranjeros que venían siéndonos negados a los escritores de nuestro modesto Parnaso Nacional.

Pero de momento, todo en él era potencialidad, fuera de eso, no era más que un profesor que había publicado media docena de cuentos, algo de poesía en novedosos versos sin ton ni son y un ensayo sobre la literatura finisecular uruguaya en el que planteaba algunas proposiciones audaces que habrían tenido éxito a su debido tiempos sino hubieran caído en el olvido junto con el autor.

Una vez que se difundió en el ambiente académico la noticia de la pederastia del niño prodigio, no transcurrieron ni seis meses antes de que los escandalizados directores de aquellos colegios que se disputaban agriamente poder contar con él en sus planteles docentes con jugosas ofertas económicas y promesas de total libertad de cátedra, le desecharan como lo harían con un perro sarnoso.

Hago constar que el sujeto no presentó mayor resistencia al impulso catastrófico de la ruina, lo que muestra a las claras que esencialmente era un cobarde. Se dejó llevar hacia donde su anaké le empujara, abandonó cargos y honores y desapareció en las brumas de un empleo vulgar como vendedor de zapatos en el London Paris. Esporádicamente algún amigo me comentaba haberlo visto aquí o allá atendiendo mujeres con el mismo aire presuntuoso con el que antes se sentaba a dictar cátedra en las más selectas tertulias literarias de la ciudad.

No muchos años después, yo mismo abandoné tanto las pretensiones literarias como las tertulias. Estas de todos modos estaban decayendo, cerrando así toda una época que pasó con algo más de gloria que de pena. Como es bien sabido, la política me resultó mucho más provechosa, tanto para desarrollar el arte de la retórica al que tan afecto era, (y supongo sigo siendo), como para alimentar esta vanidad que aún hoy, casi centenario, sigue mordiéndome de vez en cuando como un perro bravo que aún viejo y desdentado intenta lastimar.

Durante los últimos 40 años no he tenido noticia alguna del otrora niño prodigio de las tertulias literarias. Tampoco es que me haya interesado en conseguirla. Creo haberme enterado en alguna oportunidad, que el sujeto había sido requerido por las Fuerzas Conjuntas y se había marchado a Europa, pero por más que lo intento, logro recordar exactamente en que circunstancias llegó a mi esa información.

Obviamente, pasados tantos años desde aquellos días en los que tuvimos alguna interacción, el hombre había dejado por completo de presentar algún tipo de interés para mí. No exagero un ápice si afirmo que lo había olvidado completamente.
Hasta ayer.

La llamada fue atendida por Yolanda, la mujer que se ocupa por la mañana de las tareas de la casa, la comida, etcétera. Yo nunca atiendo el teléfono ya que por una curiosa falla cuya naturaleza aparentemente ningún técnico alcanza a comprender, el audífono emite unos chillidos agudos ni bien acerco a él el tubo de un teléfono convencional. Lo intenté una vez con un celular y los resultados fueron aún peores si cabe ya que después de emitir un indignado chillido, agudo como un trozo de espejo destruido por una pedrada, el audífono sencillamente se apagó.

Yolanda me trasmitió el mensaje: “Dígale que nunca me olvidé”. De parte de un antiguo conocido, por más datos.

Preocupada la buena mujer me preguntó si quería que advirtiera a alguien sobre ese mensaje que intuitivamente consideró amenazante. La interrogué sobre el porqué y no supo darme una respuesta cuya solidez pudiera considerarse suficiente como para advertir a la policía. Preferí esperar a tener elementos más contundentes para realmente sentirme amenazado.

No demoré ni un segundo en darme cuenta que el antiguo conocido era él. Mi lista de enemistades seguro que era por lo menos tan larga como la de mis amigos aunque la inmensa mayoría tanto de unos y otros han muerto ya. Hasta el más tonto sabe que no se puede progresar en política sin pisar de vez en cuando algunos pies. Pero no tengo duda alguna de que el mensaje que le resultó ominoso a mi sirvienta, procede de aquel hombre eclipsado para siempre por un rumor que me ocupé de difundir por los motivos más vergonzantes.

No tengo miedo, por el contrario, la situación provoca en mí una excitación que creía desaparecida para siempre. Escribo estas palabras tal vez como una confesión final o quizá simplemente porque quiero y puedo. Mis noches consisten en largos períodos de vigilia obstaculizados de vez en cuando, por arrebatos de un sueño ligero, que suele desvanecerse de forma casi audible ni bien apoyo mi cabeza en la almohada.

Son ahora las dos menos cinco de la mañana.

A pesar de la invalidez y de mi edad, siempre me resistí a contratar una persona que permaneciera en la casa por las noches para velar mi ningún sueño. Un poco por vanidad y otro poco, porque aceptar esa guardia nocturna sería a mis propios ojos, como aceptar el carácter irreversible de la derrota que los años intentan propinarme.

Tal vez por esa misma razón, para eludir el encuentro final con la derrota, muchas madrugadas insomnes me siento ante esta computadora, objeto inimaginable en los años en los que florecían mis pretensiones literarias y las tertulias, cuando los coches circulaban por la izquierda y los cafés se dictaba cátedra y la generación del 45 comenzaba a adueñarse del escenario literario nacional.

Entonces retomo con artrítica torpeza, el nunca olvidado del todo, arte de hilvanar una a una las palabras.

Estoy solo en la casa.

Sin embargo, me parece haber percibido un sutil cambio en el ambiente. Nada preciso, apenas como si una bocanada de aire exótico hubiera penetrado en el oprobio de esta noche de verano.

Dejo de escribir. El corazón se me sacude inquieto.

Alerta, procuro aguzar los sentidos intentando asir lo que queda más allá del umbral de mi percepción anquilosada por el paso de las décadas. Llevo mi mano derecha al audífono y le subo el volumen, que por la noche suelo mantener apenas levemente por encima del mínimo para evitar que me moleste algún grillo inoportuno.

Me parece escuchar pasos. Luego me parece que no. Suspiro aliviado y en seguida recuerdo la gruesa alfombra del salón Es una buena alfombra y seguramente apacigua cualquier sonido.

Definitivamente oigo pasos. Pasos y algo más. El golpeteo seco de un bastón que corea el sonido de esos pasos como un eco por el parquet del corredor desnudo hacia la puerta de mi dormitorio.

Mi padre decía “a la larga, todo lo que pierdes termina por encontrarte”.

Giro la silla de ruedas para enfrentar la puerta y el corazón está a punto de estallarme a pesar del marcapasos y las válvulas prestadas.

Son las dos de la mañana.
Estoy solo y suenan pasos en la casa.
¿Será esto lo último que escriba?

© Germán Queirolo Tarino para Informe Uruguay

Etiquetas